Los
procesos de gestión de la mayoría de las organizaciones se articulan en torno a
los procesos, la planificación, los presupuestos y las evaluaciones. Todo el
sistema está configurado para responder y trabajar con una estrategia
deliberada establecida. Como dice Vargas (2014), “para
alcanzar el futuro se necesita de una estrategia”. Pero hoy creo que no la necesitamos (piensen cuantas veces
se cumple con la estrategia deliberada y el esfuerzo dedicado a su
planificación y a su posterior replanificación retrospectiva y ajuste de
planes, programas y presupuestos).
Una
organización es un sistema vivo, una entidad con energía propia, con su propia
identidad, su propio potencial creativo y su rumbo. No necesitamos decirle qué
hacer, sólo escuchar, estar atentos, permanecer abiertos a lo inesperado, a lo
nuevo. Así que no se necesitan procesos estratégicos, nada más que un propósito
claro. La estrategia emerge todo el tiempo, en todas partes, en la medida que
las personas juegan con las ideas y el entorno. En su agitación, las
interacciones concretizan ciertas variables y no otras, adoptando diferentes
configuraciones.
La
auto-organización es la fuerza vital del mundo y prospera en el filo del caos. En
ese momento, la organización evoluciona, se transforma, se adapta, quedándose
con aquello que funciona y abandonando aquellas ideas que no prenden. Y en este
contexto, caracterizado por un ambiente complejo y turbulento, la estrategia
siempre será emergente (pues no es ni intencional ni anticipada) y altamente
adaptativa, ya que permite a la organización “responder a una realidad en evolución”
(Mintzberg & Waters, 1985). ¿Qué realidad? ¿Una realidad que creamos
nosotros?
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